domingo, 1 de noviembre de 2009

Milán

Milán apesta.
Apesta y está siempre cubierta por una niebla espesa que hace pesar los pulmones.
Los convierte en sacos de harina, botas de vino casero.

Si algún día caéis por ahí no dejéis de visitar el Duomo y de dar un paseo por las tiendas de moda.
Lo digo porque si no hacéis eso vais a haber malgastado el viaje, que lo habréis malgastado igualmente por haber decidido ir a Milán de entre todos los destinos posibles:
Amsterdam, París, Roma, que por algo es capital, Londres... Varsovia.
Palencia, ostia!
¿Quién mandará a la gente a ir a Milán...?

Yo nunca he estado en Milán.
Nunca.
A lo mejor pasé por ahí cuando viajaba con mi madre cruzando Europa en coches de alquiler.
Madrid- París; París - Roma; Roma - Andorra; vuelta a París.
Puede que alguna vez llegáramos a hacer noche allí, incluso.
Yo que sé. ¿Quién lo recuerda?
Me guiaba por sus comentarios, me creía lo que me decían los mayores y según mi madre Milán era una mierda pinchada en un palo en el ojo de un tuerto.

Pero sí ayer te llegas a acercar a la cabina mientras sonaba alguna de las canciones que puse para tí y me hubieras dicho:
"Coge mi mano, apaga la música... "
"No! Mejor aún, deja que el disco gire, que no se dé cuenta nadie."
"Desaparece conmigo."
"Cojamos un vuelo. Vámonos a Milan"
Pronunciado así, Milan.

Sí ayer me hubieras susurrado con tu lengua articulada, tu acento ubicuo, tu dicción perfecta.
Sí tus manos ayer se hubieran posado en mi ropa y tu aliento se hubiera estrellado en mi cara en un choque pequeñito, microbiótico, espacial.
Un choquecito de partículas de saliva mojándome un poco la carne con un SPLASH! que se pierde en el espacio, un splash de onda corta, un splash que se convierte en una micro-nebulosa infinita, entonces sí.
Así Milán sí.
Así Milán todo el rato.
Pero no fue así.

...

Yo puse canción tras canción, siempre con tu voz en la cabeza, repitiéndome otras frases que me dijiste anoche:
"esa la pones siempre", "¿Puedes poner Close To Me?", "nunca me pones Hey Ya!"...
Pero Milán no.
Milán se lo dijiste a otro.
Se lo dijiste a otro y el otro te siguió, claro.
Y la que desapareció fuiste tú. Con él.
Sin despedirte, una manía tuya que se ha transformado en costumbre, en modus vivendi, broma recurrente. Cómo si, para mi, verte implicara desverte.
Te fuiste donde sabías que mis zapas no te alcanzarían nunca.
Te escondiste en la niebla.

Y ahora me siento en Milán (pronunciado Milán), porque yo también sé internet y un billete es barato si coges el vuelo en un pueblo, y miro alrededor.
El Duomo.
Un mendigo.
La niebla.
Un frío húmedo que no ayuda a que uno se sienta en casa.
Esta ciudad está muerta.
Sólo un loco viviría aquí.

Y apago el cigarro en el suelo sin haberte visto (ni oído) pero al menos puedo decir que ya conozco Milán, y que nunca volveré a ésta ciudad.
Nunca volveré a no ser que una noche, mientras suena una de esas canciones que pongo para ti, una mano se pose en mi ropa, un susurro me moje la cara y la conversación se traduzca en caricias y las caricias se nos antojen galaxias y entonces volvamos a Milán, para no salir nunca de la habitación 312, donde la niebla no llega y tu olor tapa el frío, convirtiéndo el vacío en casa, la niebla en lujuria, el beso en mordisco.

Mi avión sale a las cinco y sí me tomo otro café es posible que deje de pestañear para siempre.
Será mejor que me ponga en marcha...

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